México04 de mayo, 2008
Mucho tiempo me resistí a portar un teléfono celular.
La sola idea de llevar este cordón umbilical que te ata con el resto del mundo me hacía sentir incómodo. Fue hasta el año 2005 cuando finalmente sucumbí a un pequeño Motorola que llevo hasta la fecha y que cotidianamente es objeto de bromas ligeras o pesadas exhibiendo no sólo su poca popularidad, sino el total rezago tecnológico con respecto a los teléfonos celulares de última generación. “Es para hablar al fin y al cabo”, es mi único argumento ante las preguntas que con cierta sorna me hacen quienes se fijan en este medio de comunicación portátil.
La verdad es que temo por momentos convertirme en un asiduo renovador de teléfonos portátiles. Y es que, ante la avalancha de campañas publicitarias, diseños estéticos y argumentos mediáticos, una tienda de estos artículos se convierte en una envolvente tentación.
Llegar a uno de estos establecimientos es convertir el juicio en duda y la objetividad en una pasión ligera que arrastra la voluntad por unas vitrinas de exhibición correctamente ordenadas de tal manera, que los ojos van de arriba abajo y de izquierda a derecha, para finalmente terminar observando en círculos mientras se hace una exhaustiva comparación mental entre la capacidad de la cámara fotográfica y de video, el tipo de conexión, el bluetooth, los jueguitos, el tamaño de la pantalla, la memoria interna y en general todos aquellos atributos que con certeza no puedo seguir mencionando, pero que seguramente usted mi querido lector tiene en mente.
Me declaro incompetente para manejar muchos de los nuevos modelos de teléfonos celulares que hoy cualquier puberto manipula con la misma habilidad de muchos de nosotros para quitarle la cáscara a una mandarina; pero por otra parte asumo mi papel de pupilo y me dejo enseñar por cualquier instructor que tenga la suficiente paciencia para ponerme al tanto sobre las nuevas utilidades –aunque algunas de ellas me sigan pareciendo inutilidades, si me permiten la palabra–, a fin de no quedarme atrás en esta necesaria actitud de correr tras los avances de la tecnología.
Hace poco escuché una nueva palabra, la cual por cierto todavía no está reconocida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, pero que ya circula en el ámbito de los publicistas para describir a quienes tienen una apremiante necesidad de poseer las últimas novedades de los teléfonos celulares. Como neologismo, es posible que esta palabra desaparezca en el futuro sin mayor gloria ni desencanto si no llega a tener arraigo en el lenguaje cotidiano, pero tratándose de tecnología, es posible que perdure o se quede para siempre.
Al tecnópata lo distingue una manía por poseer el celular más avanzado con los implementos de última generación y tan pronto como un nuevo modelo sale al mercado hará lo que sea necesario para obtenerlo, dado que el actual se habrá convertido –desde una óptica personal– en un modelo terriblemente obsoleto.
Si usted como yo, es de lo que se resisten a cambiar su celular, ya sea por cariño, por flojera, por temor a la nueva tecnología, por practicidad o simplemente porque no se le da la gana, tiene aquí un nuevo argumento: “Discúlpame, pero yo no soy un tecnópata”. Termino: Un buen amigo me aconsejaba algún día, “sin prisas, pero sin pausas”. Persuado: ¿Que vamos a mejorar hoy? (Ora et labora).
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